El jueves pasado se celebró el Día Mundial del Agua, instituido por las Naciones Unidas. El espacio comunicacional fue atronado por las alusiones al “derecho al agua”, evocando su importancia para la vida y otras obviedades de quienes nunca vieron lo que es capaz de hacer una vaca sedienta para encontrar y llegar al bebedero.
El mismo jueves, la Bolsa de Cereales de Buenos Aires actualizaba su informe sobre la evolución de la cosecha, proyectando las cifras de pérdidas ocasionadas por la feroz sequía que se abatió este verano sobre estas pampas. Se fueron por el caño 3.400 millones de dólares, lo que significa una caída directa del 0,5% del PBI, además de las consecuencias en cascada. Para los productores y los pueblos del interior, el comercio, desde los corralones de material de construcción, artículos para el hogar y todo lo que se echa encima el chacarero con lo que le sobra.
Treinta millones de toneladas de granos menos que las esperadas significan un millón de viajes que los camiones nunca harán. Cada viaje son, además del salario del camionero, cuatro comidas en parrillas, 18 cubiertas que no se consumen, 500 litros de combustible, estaciones de servicio menos concurridas.
Esto es lo que provocó la sequía. Y veníamos de un ciclo de inundaciones y saturación de napas que dominó toda la escena pampeana durante tres años. El agua, por exceso y por defecto.
Entonces, vamos a invertir la carga de la prueba, con permiso de los funcionarios de las Naciones Unidas y sus acólitos que reproducen, con fluidez e ignorancia, sus muletillas progresistas. En lugar del “derecho al agua”, vamos a hablar del “deber del agua”.
Sabemos desde hace dos siglos que en estas pampas se alternan sequías e inundaciones. “Ya lo decía Ameghino” es la versión criolla del slogan inútil. “Obras de retención, no de desagüe”, mal tradujeron su pensamiento. El gran naturalista argentino decía que había que hacer las dos. El debate fue estéril, porque no hicimos ni unas ni otras, salvo algunos canales que apenas atenuaban los efectos de las correntadas, cuando venían.
Desde no hace tanto tiempo, sabemos que además de esta secuencia rítmica, está el cambio climático. Que las exacerba y dramatiza. Como ahora. ¿Alguien imaginaba que al atraso en la siembra por la saturación de los suelos, el problema de las napas altas, los cientos de miles de hectáreas directamente perdidas para la campaña, iban a derivar en pocas semanas en la mayor sequía en medio siglo?
El evento deja muchas enseñanzas. Revela la eficiencia de nuestro sistema de producción en secano. Con buen manejo, muchos lotes de maíz, soja, sorgo y girasol están entregando rindes inesperadamente altos, a fuerza de napa.
La siembra directa revela todo su valor cuando falta el agua. Y también se subraya la importancia de contar con mejoras genéticas que, precisamente, apuntan a batallar contra el stress hídrico. Los eventos de tolerancia a sequía para soja y trigo, por ejemplo, están a la vuelta de la esquina y forman parte, por defecto, del “deber del agua”.
El gran desafío, que puede convertirse en la gran epopeya que necesita este país, es manejar el agua. La buena noticia es que en esto está el gobierno. El subsecretario de Recursos Hídricos, Pablo Bereciartúa, tiene una visión audaz. Drenaje, pero también riego. Hasta piensa en una hidrovía que conecte Córdoba con el Atlántico. Firmó acuerdos con los ingenieros holandeses, algo que planteamos hace años en estas páginas.
Sabe también que no todo es ingeniería “dura”. Hace falta ponerse de acuerdo entre provincias, municipios, productores y ciudadanos “de a pie”. Son obras, y es cultura. Pero lo que está en juego es dominar el agua. No porque van a venir por ella, sino porque ella va a venir por nosotros. O no va a venir, lo que es peor.
Fuente: El Clarin