Unos veinte años atrás fui, por primera vez, testigo de la ignorancia que la mayor parte de los economistas argentinos tiene sobre el negocio agropecuario. Algunos ni siquiera se molestan en disimular que desconocen completamente las bases de la actividad que genera el flujo de divisas sobre el cual se sustenta toda la economía local.
La cuestión es que, luego de ofrecer una charla a productores en una zona rural, el economista –famoso– fue abordado por decenas de chacareros para preguntarle qué creía que iba a pasar con el dólar al momento de la cosecha de trigo. Estábamos a mediados de año. El economista intentó dibujar una respuesta. Pero los chacareros, frente a las evasivas, se ponían cada vez más insistentes. Y entonces el economista comenzó a transpirar hasta ponerse blanco. Me apiadé y le dije, como al pasar, que el trigo se cosecha en diciembre. Finalmente, logró respirar aliviado.
Veinte años después tengo aún que escuchar y leer a economistas –algunos con cargos públicos o bien con poder de influencia en redes sociales– que aseguran que el pan aumenta porque hay poco trigo a causa de la sequía.
La mayor parte de los economistas argentinos no saben que las tostadas que comen por la mañana se elaboraron con trigo cosechado en diciembre pasado, cuando la sequía sólo estaba presente en la imaginación de los integrantes del equipo económico encargado de resolver el problema crónico de la inflación (problema que otros países más evolucionados como Uruguay, Paraguay y Bolivia solucionaron hace rato).
Se trata, evidentemente, de una falencia que se origina en las facultades de economía, cuyas autoridades consideran que las cuestiones agroindustriales deberían ser parte de una especialidad y no del núcleo propio de la formación de los futuros profesionales.
Mi tesis es muy sencilla: es imposible entender cómo funciona la economía argentina si no se comprende la dinámica del agro argentino. Los estudiantes de esa carrera, para evitar, cuando se reciban, seguir repitiendo el ciclo de opinadores seriales de estupideces o (peor) instrumentadores de políticas que terminen acogotando a los principales fabricantes de divisas genuinas, deberían cursar varias materias obligatorias en facultades de agronomía y hacer, además, alguna práctica profesional en compañías agroindustriales.
Formar a economistas que creen que la mejor manera de hacerse de recursos es vaciando Bancos Centrales, emitiendo billetes de estanciero o empapelando el mundo con bonos que algún día alguien deberá (con un poco de suerte) pagar, parece, por la historia reciente, que no es el camino más adecuado para promover la generación de riqueza en una sociedad integrada por legiones de pobres.
Siempre existe la posibilidad, por supuesto, de formarse uno mismo en caso de que los contenidos básicos no hayan sido aportados por la universidad. Pero los economistas, ni bien empiezan a trabajar, terminan –a menos que se dediquen específicamente al tema– pronto cooptados mentalmente por la lógica de corporaciones privadas o públicas. Y el agro solamente aparece en escena cuando es necesario aplicar un nuevo manotazo para financiar alguna urgencia o aventura.
Ezequiel Tambornini