A pesar de que más del 80% de la superficie agrícola argentina está sembrada con cultivos genéticamente modificados, el desarrollo de variedades transgénicas – catalogadas como materiales ‘regulados’ – requiere contar con permisos, auditorías y controles especiales para su manipulación a lo largo de las etapas de importación, almacenamiento, siembra, cosecha, destrucción y cualquier otra actividad asociada.
Patricia Miranda, Gte. de Asuntos Regulatorios de INDEAR (empresa de Bioceres), explica que “la salida de un producto biotecnológico comercial, como la tecnología HB4, puede demorar unos 20 años desde el descubrimiento del gen, los estudios de investigación en laboratorio, la introducción al cultivo, el desarrollo a campo hasta su aprobación”.
Una vez descubierto un gen potencialmente valioso para la producción, el desarrollo de un transgénico implica la introducción de esta información genética en el ADN de la planta. “Como no podemos elegir en qué sitio del genoma de la planta se insertará el ADN foráneo, lo que hacemos es generar numerosos ‘eventos’, que difieren en el sitio de inserción. Luego elegimos aquel en el que el ADN se expresa correctamente sin afectar el desarrollo ni provocar características negativas en el cultivo”, explica Miranda. Este proceso lleva de 4 a 5 años de ensayos.
El evento elegido pasa por un proceso de caracterización y análisis de variables moleculares, agronómicas, nutricionales y toxicológicas, entre otras. Eduardo Nasiff explica que “para poder caracterizar un nuevo evento deben realizarse ensayos a campo que implican la recolección de hasta 37.000 datos, que luego deben ser analizados”. Los resultados se presentan ante CONABIA y SENASA, organismos regulatorios oficiales responsables de evaluar la inocuidad ambienta y alimentaria, respectivamente.
Luego, la normativa argentina exige un análisis de mercado: “como país exportador de materias agropecuarias debemos someter al nuevo evento a un análisis sobre el estado de aprobación en países importadores, a fin de evitar la aprobación de materiales que puedan afectar el comercio”.
Si sumáramos los costos de investigación y los tiempos asociados a la biotecnología, la suma es enorme, y según Miranda, “la única manera de justificar que un desarrollador invierta dinero en esto es teniendo la chance de recuperar lo invertido con la venta de la semilla en el futuro. De esta manera se fomenta la investigación y la reinversión en el sector”.
En este sentido, Miranda advierte que la aprobación de la Ley de semillas es crucial: “sin una ley de semillas se resentirá la inversión en biotecnología en Argentina, ya que las empresas no estarán dispuestas a vender un material mejorado en el país, orientándose a países que sí paguen por esa tecnología”. Pero además de promover el desarrollo tecnológico, esta Ley le daría al productor más herramientas de producción. “Hoy existen tecnologías que podrían estar siendo aprovechadas por el productor pero que, sin esta Ley, no pueden salir al mercado”, concluye la especialista.