Felipe Mendiguren, director de una distribuidora mayorista de artículos de librería, recientemente subió a su cuenta de Twitter una foto con dos bifes –uno de feedlot y otro producido en pasturas– y preguntó si sabían cuál era cuál. Eso produjo un revuelo tuitero en el cual investigadores en nutrición animal y operadores cárnicos opinaban de igual a igual con personas que sólo habían visto un toro en la Expo Rural de Palermo.
El episodio resultó útil para evidenciar un hecho que es tan cotidiano como invisible: los argentinos, a pesar de ser grandes consumidores de carne vacuna, no contamos con criterios objetivos para poder definir qué estamos consumiendo; lo único que podemos hacer es realizar suposiciones basadas en aspectos visuales.
Los cabañeros, criadores y engordadores bovinos hacen grandes esfuerzos para lograr animales con determinadas características y conformación para que luego el consumidor termine definiendo que el carnicero tal o el supermercado cual tiene buena carne.
Muchísima información se pierde en el camino. Y no se trata de algo difícil de gestionar, porque hace más de un década que el Senasa implementó –por cuestiones sanitarias– la trazabilidad por tropa, lo que implica que, si un frigorífico se lo propusiera, podría implementar un código QR con información del campo, el sistema productivo e incluso el productor responsable de ese novillo.
Próximamente el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca implementará un protocolo voluntario de calidad de carne bovina para que aquellos frigoríficos que deseen certificar tal atributo puedan hacerlo en base a criterios objetivos. Las variables que tendrá en cuenta el protocolo –que complementará al nuevo sistema de tipificación bovina que comenzó a regir este año– son nivel de pH, área de ojo de bife, espesor de grasa dorsal, marmoleo (grasa intramuscular) y color del músculo y de la grasa.
Si bien el protocolo de calidad de carne bovina se está diseñando para satisfacer la demanda de información de los compradores internacionales, el mismo también podría llegar a emplearse en el mercado interno, que representa nada menos que el 76% de la demanda total de carne bovina.
En la Argentina tanto supermercados como matarifes no comercializan carne, sino que la revolean, porque saben que del otro lado una legión de consumidores voraces harán desaparecer en cuestión de días (a veces horas) todo lo que mandan.
Pero el avance tecnológico propiciado por la digitalización masiva de datos, junto con la demanda creciente de información por parte de los consumidores, quizás pueda llegar a representar en algún momento una oportunidad comercial para aquellos que, además de carne, comiencen a vender la historia del producto.
Y si ese día llega, antes de comprar un bife, además de las evidencias visuales sobre el color del músculo y de la grasa, podríamos también conocer la edad del vacuno (dentición), atributos de la carne (marmoleo) y datos de composición de la dieta, raza y campo de origen de animal.
Mientras tanto, podemos seguir adivinando cómo se hizo lo que estamos consumiendo.