La vida empresarial me ha puesto en un punto equidistante entre el interior más profundo de nuestra ruralidad y el ahorrista mediano más citadino de nuestro país.
Esa valiosa experiencia me dice que cuando, previo a una inversión en ganado, nuestro potencial cliente se ha asesorado con amigos “de campo”, sin excepción la respuesta es que no hay forma de pagar las tasas que pagamos en el negocio ganadero. Ese “en que andarás vos” como una marca en el orillo de nuestra orientalidad, para quienes tienen la osadía de tener éxito en sus emprendimientos.
Tal es la consistencia del comentario, que mi charla con inversores siempre comienza explicando el por qué de nuestras tasas, sin necesidad de que se me haga la pregunta.
Desde siempre nuestros productores agropecuarios tradicionales han sostenido que su negocio es poco rentable, pero riesgoso. Una violación a las leyes más básicas de las inversiones en las que rentabilidad y riesgo van de la mano.
El productor ganadero no tiene “un” negocio ganadero, sino tres, muy diferentes entre sí. La tierra seguramente ocupe el 80% de su inversión, la vaca en un sentido genérico un 15% y el resto es capital de trabajo.
Pues bien, en los tiempos que corren la condición de terrateniente le genera al empresario un enorme respaldo por tratarse de un activo de nobleza y robustez notable, pero resulta un lastre en su rentabilidad líquida anual. Hoy consiste en un negocio inmobiliario propio de quien es capaz de sostener la inversión por 20 años para obtener del balance compra venta una rentabilidad razonable. Un negocio claramente para las AFAP. El capital de trabajo funciona como el combustible del negocio, generando la mejor ecuación inversión retorno, mientras que la vaca es el motor de ese ómnibus y el único activo que genera recursos para la totalidad del
negocio ganadero.
La vaca es capaz de duplicar su valor en un año y con esa cualidad capaz de
sostener desde su magro 15% de participación en la inversión al 100% de los activos del emprendimiento empresarial. Esas tasas “imposibles” son las que desde hace cuatro generaciones pagan los créditos contra el ganado. Son las que los consejeros “de campo” pagan cada vez que compran en un
remate y las únicas que concede el sistema bancario desde siempre, por tratarse de un crédito contra el let mignon del negocio ganadero.
El ganadero completo, dueño de la tierra, los semovientes y el capital de trabajo, tiene un negocio mediocre del 2,5% en el mejor de los casos y esa será la máxima tasa que podrá pagar.
Ahora, si ese mismo sistema de producción se desarrolla sobre campo arrendado con ganado propio y capital de giro propio, la rentabilidad de la inversión será del 10,5% y si lo único que pone el productor es el capital de giro entonces la rentabilidad subirá al 30%. Es así que cuando el ganadero habla de un negocio poco rentable se reere a la tierra y cuando agrega que es riesgoso se reere al capital de trabajo.
Por otra parte, estos números muestran que la rentabilidad ganadera tiene más que ver con lo poco que se invierte que con lo mucho que se produce.
¿Por qué, entonces, quienes debieran estar al tanto de todo esto son tan
lacónicos a la hora de opinar sobre nuestro negocio ganadero?
Las posibilidades se reducen a dos únicas opciones: o no terminan de entender su negocio o se sienten agredidos por el éxito ajeno. Es bastante evidente que la primera de las opciones es la correcta, ya que resultaría absurdo que alguien se extrañara de las mismas tasas que, personalmente le está pagando hoy al Banco de la República.
No interesa en realidad el origen del problema, lo que interesa es que resulta imposible vender nuestro negocio a nuevas inversiones con este discurso. Es ilusorio venderles tu vehículo a tus compañeros de trabajo si llevas tres años hablando pestes de este.
Fuente: elobservador